Estos días ando con Pablo Neruda, su biografía "Confieso que he vivido" una delicia. Me tropiezo con fragmentos y anécdotas que encuentro ideales para incluir en este blog (vamos a ver si damos un giro y nos dejamos la crispación y el politiqueo a un lado, lo dejaremos para otros). Es un libro al que le tengo mucho aprecio. Lo compré de segunda mano, en una librería de viejo. Otros tiempos.
Esta mañana leía un fragmento que parece un cuento. Me decido, tiro de escaner y O.C.R. y aquí está.
Seguro que con esto me salto un puñado de leyes de "copi-rait" y cosas de esas. La primera comprarlo de segunda mano ¿será eso legal? escanearlo, (toma ya! sin permiso del autor..) y por ultimo meterlo aquí.. A la cárcel fijo, esto tiene más delito que el Undargarín.
Lo dicho....
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Un cordero en mi casa
Tenía yo un
pariente senador que, después de haber triunfado en unas nuevas elecciones,
vino a pasar unos días en mi casa de Isla Negra. Así comienza la historia del
cordero.
Sucede
que sus más entusiastas electores acudieron a festejar al
senador. En la primera tarde del festejo se asó un cordero a la manera del
campo de Chile, con una gran fogata al aire libre y el cuerpo del animal
ensartado en un asador de madera. A esto se le llama «asado al palo» y se
celebra con mucho vino y quejumbrosas guitarras criollas.
Otro
cordero quedó para la ceremonia del día siguiente. Mientras
llegaba su destino, lo amarraron junto a mi ventana. Toda la noche gimió y
lloró, baló y se quejó de su soledad. Partía el alma escuchar las modulaciones
de aquel cordero. Al punto que decidí levantarme de madrugada y raptarlo.
Metido en un automóvil me lo llevé a ciento cincuenta kilómetros de allí, a mi casa de
Santiago, donde no lo alcanzaran los cuchillos. Al no más entrar, se puso a
ramonear vorazmente en lo más escogido de mí jardín. Le entusiasmaban los
tulipanes y no respetó ninguno de ellos. Aunque por razones espinosas no se
atrevió con los rosales, devoró en cambio los alelíes y los lirios con extraña
fruición. No tuve más remedio que amarrarlo otra vez. Y de inmediato se puso a
balar, tratando visiblemente de conmoverme como antes. Yo me sentí
desesperado.
Ahora va a entrecruzarse la
historia de Juanito con la historia del cordero. Resulta que por aquel tiempo
se había producido una huelga de campesinos en el sur. Los latifundistas de la región, que pagaban a sus inquilinos
no más de veinte centavos de dólar al día, terminaron a palos y carcelazos con
aquella huelga.
Un joven campesino experimentó tanto miedo que se subió a un tren sobre la marcha. El muchacho se
llamaba Juanito, era muy católico y no sabía nada de las cosas de este mundo.
Cuando pasó el colector del tren, revisando los pasajes, él respondió que no lo
tenía, que se dirigía a Santiago, y que creía que los trenes eran para que la
gente se subiera a ellos y viajara cuando lo necesitara. Trataron de
desembarcarlo, naturalmente. Pero los pasajeros de tercera clase -gente del
pueblo, siempre generosa- hicieron una colecta y pagaron entre todos el
boleto.
Anduvo Juanito por calles y
plazas de la capital con un atado de ropa debajo del brazo. Como no conocía a nadie, no quería hablar con nadie. En el campo se decía que en
Santiago había más ladrones que habitantes y él temía que le sustrajeran la
camisa y las alpargatas que llevaba debajo del brazo envueltas en un
periódico. Por el día vagaba por las calles más frecuentadas, donde las gentes
siempre tenían prisa y apartaban con un empellón a este Gaspar Hauser caído de
otra estrella. Por las noches buscaba también los barrios más concurridos, pero
éstos eran las avenidas de cabarets y de vida nocturna, y allí su presencia
era más extraña aún, pálido pastor perdido entre los pecadores. Como no tenía
un solo centavo, no podía comer, tanto así que un día se cayó al suelo, sin
conocimiento.
Multitud de curiosos rodearon al hombre
tendido en la calle. La puerta frente a la que cayó
correspondía a un pequeño restaurant. Allí lo entraron y lo dejaron en el suelo.
«Es el corazón», dijeron unos. «Es un síncope hepático», dijeron otros. Se
acercó el dueño del restaurant, lo miró y díjo: «Es hambre». Apenas comió unos
cuantos bocados aquel cadáver revivió.
El patrón lo puso a lavar platos y le tomó gran afecto. Tenía razones para
ello. Siempre sonriente, el joven campesino lavaba montañas de platos. Todo iba
bien. Comía mucho más que en su campiña.
El maleficio de la
ciudad se tejió de manera extraña para que se juntaran alguna vez
en mi casa el pastor y el cordero.
Le entraron ganas al pastor de
conocer la ciudad y enderezó sus pasos un poco más allá de
las montañas de vajilla. Tomó con entusiasmo una calle, cruzó una plaza, y todo
lo embelesaba. Pero, cuando quiso volver, ya no podía hacerlo. No había anotado
la dirección porque no sabía escribir y buscó en vano la puerta hospitalaria
que lo había recibido. Nunca más la encontró.
Un transeúnte le dijo, apiadado de su confusión, que debía dirigirse a mí, al
poeta Pablo Neruda. No sé por qué le sugirieron esta idea. Probablemente porque
en Chile se tiene por manía encargarme cuanta cosa peregrina le pasa por la
cabeza a la gente, y a la vez echarme la culpa de todo cuanto ocurre. Son
extrañas costumbres nacionales.
Lo cierto es que el muchacho
llegó a mí casa un día y se encontró con el animal
cautivo. Hecho ya cargo de aquel cordero innecesario, un paso más y hacerme
cargo de este pastor no fue difícil. Le asigné la tarea de cuidar que el
cordero gourmet no devorara exclusivamente mis flores, sino que también, de cuando
en cuando, saciara su apetito con el pasto de mi jardín.
Se comprendieron al
punto. En los primeros días él le puso por formalidad una
cuerdecíta al cuello, como una cinta, y con ella lo conducía de un sitio a
otro. El cordero comía incesantemente, y el pastor individualista también, y
ambos transitaban por toda la casa, inclusive por dentro de mis habitaciones.
Era una compenetración perfecta, alcanzada por el hilo umbilical de la madre
tierra, por el auténtico mandato del hombre. Así pasaron muchos meses. Tanto el
pastor como el cordero redondearon sus formas carnales, especialmente el rumiante que
apenas podía seguir a su zagal de gordo que se puso. A veces
entraba parsimoniosamente a mi habitación, me miraba con indiferencia, y salía
dejándome un pequeño rosario de cuentas oscuras en el piso.
Todo concluyó cuando el campesino sintió la nostalgia de su campo y me dijo que se
volvía a sus tierras lejanas. Era una determinación de última hora. Tenía que
pagar una manda a la Virgen de su pueblo. No se podía llevar el cordero. Se
despidieron con ternura. El pastor tomó el tren, esta vez con su pasaje en 3ª mano. Fue patética aquella partida.
En
mi jardín no dejó un cordero sino un problema grave, o más
bien gordo. Qué hacer con el rumiante? Quién lo cuidaría ahora? Yo tenía
excesivas preocupaciones políticas. Mi casa andaba desbarajustada después de
las persecuciones que me trajo mi poesía combatiente. El cordero comenzó a
balar de nuevo sus partituras quejumbrosas.
Cerré los ojos y le dije a mi hermana que se lo llevara.
Ay! Esta vez sí estaba yo seguro de que no se libraría del asador.
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