Es sabido que considero ir la feria una actividad de riesgo.
Nunca me ha motivado subir a la noria y considero a los “Caballitos Pony” como una especie de psicópatas equinos que lo menos que me van a hacer es meterme un bocado y
arrancarme media pantorrilla. Nunca subiré al pulpo, el algodón de azúcar es
poco menos que droga dura y el tren de la bruja lo considero depravado e
inmoral. El colmo para mi está en las atracciones de riesgo, esas que se cobran
un par o tres de vidas cada año y que sin embargo, siguen atrayendo a la mayoría
del público. Chillidos y algodón de azúcar en plena caída libre. Que emoción.
Esta cobarde declaración de intenciones viene a cuento de un
libro que acabo de leer. No es una novela, aunque el desarrollo de la historia
te enganche tanto o más que la mejor de las intrigas. El título es “Mal de
altura”, escrito por Jon Krakauer, un montañero y escritor que participó en una
expedición de pago al Everest en 1996 y en la que murieron 9 escaladores (de su
expedición y de otras que lo intentaban al mismo tiempo) a causa de una
terrible tormenta que se desató en los tramos finales de la ascensión.
Pienso que nunca subiré a una noria o me tirare por un
puente (aunque sea atado) pero sí entiendo a un escalador. La fascinación de
una montaña, esa que “siempre estuvo ahí”, invita, casi de una manera
irrefrenable, a subir a ella y participar por unos minutos de su majestuosidad
y belleza. Eso es lo que impulsa a los hombres a vencerse a si mismos y
alcanzar los limites, tanto personales como de la naturaleza.
En esta terrible historia, todos los participantes son
personas muy especiales, acostumbrados a no rendirse ante nada y a no aceptar
un “no” como repuesta. Es un grupo escogido, los setenta mil dólares (año 1996)
que tuvieron que desembolsar no estaban al alcance de cualquiera.
La tragedia comenzó a partir del momento en que algunos de
ellos alcanzaron la cima (Krakauer entre otros). En ese momento se desencadena
una tormenta que imposibilita totalmente seguir con la ascensión. Algunos
participantes, agotados, renuncian e
inician el descenso (hay un dicho: “ascender el Everest no es muy difícil, lo difícil
es conseguir descender con vida) los guías y el resto de participantes deciden
continuar y hacer cima.
Vientos huracanados y temperaturas de 70º bajo cero, unido a
la hipoxia (falta de oxígeno en el organismo) disgregan el grupo, llevando a
cada uno de ellos a una situación límite.
La cadena de muertes se sucede. Arrastrándose hasta el
límite de sus fuerzas, quedan abandonados por sus compañeros que, a duras penas, pueden moverse por si mismos. La falta de oxígeno les provoca alucinaciones haciendo
que alguno de ellos caigan por precipicios de más de 2000 metros de desnivel o
se quiten la ropa en plena ventisca, lo que supone una muerte segura.
Dos momentos terriblemente trágicos suceden. Uno, cuando una
expedición japonesa que ha iniciado la ascensión un día después, encuentra a
dos de los “accidentados” moribundos, pasan junto a ellos sin dirigirles la
palabra y solamente en su descenso, un participante de la expedición japonesa
desenreda a uno de ellos de unas cuerdas que lo sujetaban a una pared y lo deja
en el suelo. Nada más, no les prestan más ayuda y siguen descendiendo. Alegarían
después que detenerse para auxiliarles ponía en riesgo su propia seguridad.
Otra circunstancia que me impresiona, es cuando un grupo se
pierde en plena ventisca y vaga por un collado, rodeados de precipicios e
incapaces de encontrar el campamento, que solo está a trescientos metros en línea
recta. Extenuados, se acurrucan junto a una roca y uno de ellos, con algo más
de fuerzas, hace otro intento en solitario por encontrar las tiendas. Lo
consigue, pero los pocos supervivientes que encuentra en el campamento no están
en condiciones de ayudar. Solo a la mañana siguiente, hacen un intento y
consiguen encontrar al resto del grupo. Dos de ellos están prácticamente agonizando.
Toman la decisión de dejarlos allí y rescatar a los otros. Casualmente, un día después,
un serpa, buscando al jefe de su expedición (que también murió posteriormente)
encuentra de nuevo a estos dos y uno de ellos, incomprensiblemente, aún está
vivo. Las condiciones meteorológicas han mejorado algo y consigue llevarlo
hasta las tiendas donde prácticamente lo dan por muerto dadas las terribles
congelaciones que padecía.
Esta persona, abandonada a su suerte varias veces, consigue
sobrevivir. A causa de las congelaciones pierde un brazo, todos los dedos de la
otra mano y los dos pies (creo recordar) Finalmente, con la ayuda de los otros,
consigue descender hasta una altura en la que los helicópteros pueden volar y
es rescatado.
En toda esta historia de superación y tragedia, llama la
atención la “insensibilidad” de algunas personas hacia sus semejantes en
condiciones extremas. Si subiendo al Everest se pierde lo poco de humano que
nos resta, quizás sea mejor quedarse al nivel del mar y dejarnos de aventuras
de las que tal vez volvamos con la convicción de ser unos miserables. Para mi, el peor de los males.
Por si queréis pegarle una mirada: